Uno de los muchos “para qué” de los alumnos en la era de las I.A. es “escribir ensayos” cuando el ChatGPT te lo hace impecable en instantes. Y entonces aparecen los opinantes que proclaman el “fin del ensayo”. En opinión de George Dillard en su ensayo What’s an Essay For in the Age of AI?, el valor está en el camino, no en la meta.

Correr y escribir tienen algo en común: aunque existan atajos tecnológicos que nos eviten el esfuerzo, el valor está en el ejercicio mismo. Quien corre no lo hace solo para llegar antes al destino, sino porque el cuerpo se fortalece en cada zancada. Quien escribe tampoco lo hace únicamente para entregar un trabajo final, sino porque en el trayecto su pensamiento se organiza, se clarifica y se vuelve más sólido.

La escritura es, en esencia, un ejercicio del cerebro. Obliga a poner orden en el desorden de las ideas, a distinguir lo esencial de lo accesorio, a analizar la evidencia y a conectar pensamientos dispersos. Como todo entrenamiento, cuanto más se practica, más musculatura intelectual se desarrolla. Y del mismo modo que los músculos inactivos se atrofian, las mentes que no escriben pierden la capacidad de pensar con rigor.

El problema es que en la escuela se ha instalado la lógica del trámite: cumplir requisitos, acumular notas, obtener diplomas. En ese esquema, escribir es una obligación más que un ejercicio vital. Pero quienes no entrenan su pensamiento de forma integral no estarán preparados para enfrentar la complejidad del mundo que les espera.

Por eso, la apuesta no puede ser renunciar a la escritura, sino resignificarla. Explicar claramente a los estudiantes que escribir es pensar; enfatizar el proceso por encima del resultado; y diseñar tareas que solo ellos puedan producir, conectadas con su vida y sus intereses. La escritura no debe vivirse como una simulación burocrática, sino como una oportunidad de descubrirse y proyectarse.

La IA podrá redactar con impecable corrección, pero nunca reemplazará lo que ocurre en la mente de quien se enfrenta al papel en blanco. Porque escribir es ejercitar la libertad de pensar, y en tiempos de ruido y superficialidad, nada es más urgente que entrenar ciudadanos capaces de razonar con claridad sobre lo difícil.

El verdadero desafío está en cómo los educadores integran estas herramientas en lugar de temerles. Una cosa es usar la IA para corregir, enriquecer o contrastar ideas, y otra muy distinta es delegarle la tarea de pensar. Así como una calculadora no sustituye la comprensión de las matemáticas, un generador de textos no sustituye la gimnasia intelectual que implica organizar un argumento. La clave está en enseñar a los alumnos a usar la IA como un aliado que potencia, y no como una muleta que los vuelve dependientes.

En última instancia, la escritura seguirá siendo el espejo donde cada generación mide la claridad de sus pensamientos y la profundidad de sus convicciones. Si dejamos que la IA escriba en nuestro lugar, quizá obtengamos páginas impecables, pero perderemos la huella única que deja cada mente en su proceso de elaborar ideas. La educación, entonces, debe recordar que más importante que el producto perfecto es el acto imperfecto, humano y propio de escribir para pensar.

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