Cuando el gobierno y las futuras autoridades se dan cuenta de que la suspensión de clases irrita cada vez más a la población, aunque no modifiquen la decisión de inmediato, se ven obligados a reconsiderarlo la próxima vez. Ese es el verdadero logro de la protesta.

La reciente decisión del gobierno peruano de suspender las clases presenciales durante los días de la cumbre APEC y los paros anunciados no solo evidencia una alarmante falta de planificación, sino que también reitera el profundo desprecio por las necesidades de los niños y jóvenes, algo que ya se manifestó notablemente durante la pandemia. Este patrón, repetido en ocasiones previas, refleja una peligrosa tendencia a priorizar intereses externos o contingencias políticas sobre el derecho fundamental a la educación. Aunque estas protestas parecen haber caído en saco roto a nivel gubernamental, han sembrado un sentimiento colectivo en la ciudadanía: la asistencia al colegio no debe ser sacrificada para resolver problemas circunstanciales.

El impacto de estas decisiones va más allá de la interrupción temporal de las rutinas escolares. Se trata de un doble maltrato: la privación del aprendizaje presencial y el reemplazo por una modalidad virtual que ha demostrado ser ampliamente ineficaz, especialmente en un país con desigualdades tan profundas como Perú.

En hogares donde los padres trabajan fuera, los niños más pequeños quedan sin supervisión adecuada para conectarse y participar en las clases virtuales. La precariedad de las conexiones a Internet y la falta de dispositivos tecnológicos adecuados agravan esta situación, dejando a millones de estudiantes en un limbo educativo.

El gobierno, al parecer, no aprendió de la experiencia del COVID-19. Con semanas de anticipación a la cumbre APEC, podría haber planeado alternativas más efectivas para garantizar tanto la seguridad como el acceso a la educación. Sin embargo, esperaron hasta el último momento para anunciar la suspensión de clases, dejando a familias, estudiantes y docentes en una posición de incertidumbre. La improvisación y la desconexión con la realidad de los ciudadanos no solo descomponen la rutina familiar, sino que también transmiten un mensaje claro: los niños no son una prioridad.

Por lo demás, el despliegue de medidas extremas de seguridad durante la cumbre APEC envía un mensaje equivocado a los visitantes internacionales. En lugar de proyectar una imagen de estabilidad, transmite precariedad y falta de control. ¿Qué tan sólida es una ciudad que necesita restringir libertades básicas como la educación y la movilidad para aparentar tranquilidad?

Más allá del impacto inmediato, estas decisiones erosionan la confianza en las instituciones. Los niños y jóvenes aprenden que sus necesidades pueden ser ignoradas en función de prioridades externas, enviándoles un mensaje de desamparo institucional. No se puede construir un futuro prometedor para el país si no se protege el derecho fundamental de los niños a una educación de calidad y estabilidad.

Desde las aulas hasta los hogares, el malestar es palpable. Los docentes, forzados a adaptar rápidamente sus planes a una modalidad que saben ineficaz, se enfrentan al desafío de mantener el interés y el aprendizaje de los estudiantes. Por su parte, las familias deben reorganizar sus vidas, equilibrando responsabilidades laborales y el apoyo a sus hijos en un entorno virtual que exige su constante supervisión.

A pesar de todo, estas experiencias han sembrado una conciencia colectiva sobre la importancia de la educación presencial. Aunque el gobierno pueda ignorar las críticas en el corto plazo, estas protestas están dejando una marca en la memoria social. El mensaje es claro: suspender clases y reemplazarlas por educación virtual, especialmente sin garantías de equidad y calidad, es una aberración que el país no debe normalizar.

Construyendo un futuro diferente

Es hora de que el gobierno y las autoridades educativas tomen decisiones que respondan a las verdaderas necesidades de la ciudadanía. La educación no puede ser tratada como un elemento prescindible en la planificación de eventos o contingencias.

La solución no pasa por restringir derechos o montar escenarios artificiales de estabilidad. Al contrario, un mensaje de compromiso real sería construir políticas que garanticen la continuidad de las clases y prioricen el bienestar de los ciudadanos.

Estas lecciones no solo se aplican a eventos como la cumbre APEC. Deben guiar el diseño de políticas educativas a largo plazo, centradas en la equidad, la resiliencia y la capacidad de adaptación. Solo entonces podremos construir un sistema educativo que sea verdaderamente inclusivo y capaz de preparar a las futuras generaciones para los desafíos del siglo XXI.

En última instancia, estas protestas no son solo un acto de resistencia frente a decisiones gubernamentales erróneas; son una afirmación del valor que la sociedad atribuye a la educación. Y aunque el impacto de estas críticas pueda no ser inmediato, están sentando las bases para un futuro en el que suspender clases por razones circunstanciales sea inaceptable.

La protesta contra la suspensión de clases no caerá en el olvido. Su verdadero fruto será cosechado cuando el país reconozca que priorizar la educación es la única vía hacia un desarrollo genuino, inclusivo y sostenible.