Cada vez que el Ejecutivo o el Congreso toman alguna medida que obstaculiza el progreso de la educación peruana y el bienestar de los estudiantes, como ha ocurrido recientemente con la prohibición de clases presenciales durante la semana de paros y la cumbre APEC, me sorprende profundamente la ausencia de voces críticas y de confrontación por parte de los rectores de universidades, institutos tecnológicos y, en especial, de los decanos de educación.

Ellos son los líderes de las instituciones educativas de nivel superior, y deberían ser los guardianes de la calidad educativa y el faro orientador de la “academia”. Sin embargo, su silencio es elocuente. Una que otra universidad o consorcio se limita a sumarse a un comunicado institucional firmada colectivamente por sus rectores, que abordan de manera genérica las restricciones impuestas. Al final, terminan escudándose en anuncios rutinarios sobre el cumplimiento del Decreto Supremo N.° 123-2024-PCM, anunciando clases virtuales entre el 11 y el 13 de noviembre, pronunciándose -si lo hacen- tenuamente sobre el impacto de esta medida en el proceso formativo de los estudiantes.

Si estos líderes académicos no alzan su voz personal, amparados en su rol y prestigio, ¿por qué razón deberían prestarle atención ministros, congresistas y otras autoridades a las verdaderas necesidades de la educación peruana? ¿Qué derecho tienen a exigir normas y legislaciones pro-educación, si no muestran el menor esfuerzo por impulsar el debate público, poner temas cruciales en agenda y abogar por reformas que protejan el interés de sus estudiantes y el desarrollo del país? Da la impresión de que el ejercicio de la autoridad universitaria trae consigo el «juramento del avestruz»: ante las dificultades y el riesgo, prefieren esconder la cabeza en lugar de asumir un rol activo y valiente.

Es evidente que no podemos transformar el sistema educativo manteniendo la misma pasividad de siempre y repitiendo, una y otra vez, errores o decisiones sin rumbo que no benefician a nadie. Sin una oposición y una crítica constructiva que enfrente estas decisiones, el camino hacia una educación de calidad para nuestros estudiantes será cada vez más difuso y lleno de obstáculos.

Esperaría algo distinto de quienes ocupan estos cargos de liderazgo. Me avergüenza, como educador y ciudadano, su falta de compromiso público. El futuro de la educación y de nuestros jóvenes demanda coraje y liderazgo, y en esta coyuntura, los rectores y decanos han fallado en proporcionar ambas cosas.

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