Ahora resulta que fue Ucrania quien inició la guerra con Rusia, cuando en 2022 la invasión rusa fue condenada casi unánimemente en Occidente como un acto de agresión, pero con el tiempo ha surgido la narrativa de que la expansión de la OTAN y las provocaciones de Ucrania fueron el verdadero detonante del conflicto.

Ahora resulta que los derechos al desarrollo —como los que China prioriza con su modelo de crecimiento económico sin libertades políticas— son más importantes que los derechos humanos promovidos por las democracias occidentales, cuando hace apenas unos años se insistía en que la democracia y los derechos individuales eran innegociables.

Ahora resulta que los tratados multilaterales, antes vistos como mecanismos esenciales de cooperación y estabilidad global, son presentados como amenazas a la soberanía nacional, justificando así el Brexit, la retirada de Estados Unidos de acuerdos comerciales y el escepticismo creciente hacia organismos internacionales.

Ahora resulta que Israel es el agresor y Hamas y Hezbollah los agredidos, cuando el ataque terrorista del 7 de octubre de 2023 por parte de Hamas fue inicialmente condenado por la comunidad internacional, pero con el paso del tiempo la narrativa ha cambiado, minimizando las acciones de Hamas y justificando sus ataques como resistencia legítima.

Ahora resulta que los ricos deben pagar menos impuestos porque eso favorece el desarrollo social, cuando durante décadas el consenso económico señalaba que la justicia fiscal requería que quienes más tienen contribuyan más para reducir la desigualdad.

Ahora resulta que los autos a gasolina, antes considerados una de las principales fuentes de contaminación y cambio climático, son vistos como una mejor opción ambiental que los eléctricos debido a la huella de producción de baterías y los problemas de reciclaje, cambiando el discurso sobre la transición energética.

Ahora resulta que la biotecnología aplicada a alimentos, que fue demonizada por años bajo el argumento de que los transgénicos eran peligrosos para la salud y el medio ambiente, ahora es promovida como la solución clave para la sostenibilidad y la seguridad alimentaria frente a la crisis climática y el crecimiento poblacional.

Y todo esto ha cambiado prácticamente de un año para otro.

¿Cabe imaginar verdades estables, imprescindibles para educar en valores permanentes, y en cambio aceptar que la verdad es un producto moldeable, una construcción que depende del contexto, del poder y de los intereses en juego? Lo que ayer era indiscutible, hoy se reescribe sin pudor.

Estamos en la era de la verdad líquida, donde lo que importa no son los hechos y valores, sino cómo se diseñan los relatos éticos, cívicos, económicos y geopolíticos según lo que más convenga a los poderosos del momento.

Si aceptamos que la realidad puede reescribirse cada año, ¿cómo podremos sostener principios, valores o justicia? En un mundo donde la historia se adapta a la conveniencia del poder, no hay forma de dar estabilidad al plan de vida de cada uno. Lo que parece seguro hoy, mañana será visto como un error, y lo que hoy es condenable, mañana será una causa justa.

El reto de los padres y educadores está allí: cómo dar estabilidad allí donde no la hay; cómo clarificar el horizonte allí donde todo está nublado; cómo dar seguridad en contextos tan cambiantes e inesperados. Se me ocurre que la mejor herramienta para navegar por estas aguas turbulentas radica no en enseñar qué pensar, sino en enseñar cómo pensar.

Eso incluye una ética basada en principios y no en tendencias, pensamiento crítico por encima del dogmatismo, memoria histórica con análisis de contexto para entender los antecedentes reales de los conflictos y decisiones globales, más allá de la narrativa del momento, diferenciar hechos de opiniones, y finalmente, formar ciudadanos y no seguidores.

La educación en valores no puede ser una lista de normas que caducan con cada cambio de gobierno o con cada tendencia ideológica. Si queremos sociedades sanas y libres, debemos formar personas con principios sólidos y pensamiento crítico, capaces de resistir el vaivén de las narrativas interesadas.

Porque si permitimos que la historia se reescriba cada año, los jóvenes descubrirán que lo único estable es la manipulación, y eso los enfrentará a la desoladora dualidad existencial de manipular o ser manipulados para sobrevivir.

Y para evitarlo, no podemos seguir dependiendo de los modelos escolares y de crianza que hemos heredado de nuestros padres y abuelos. Los niños y jóvenes tienen derecho a ser educados con los parámetros que les darán luz en esta oscuridad.

Pero eso demanda claridad y convicción en los padres y educadores, asumir el desafío de una educación innovadora y progresista, y pensar en lo mejor para sus hijos más que en cómo adherirse a los relatos de éxito que nos venden los manipuladores del consumo.

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