El año 2025 se vislumbra como un reflejo de 2023, de 2022, del 2000 e incluso de 1981. La resistencia a la innovación en educación es tan fuerte que las transformaciones profundas parecen inviables. Ningún ministerio de educación parece dispuesto a mover los pilares del sistema para replantearlo con un enfoque pro alumno. Lo previsible, entonces, es que continuemos con decisiones de escritorio que complican la vida de los actores en el terreno y perpetúan la inercia de deterioro del sistema educativo.

La educación ha sido diseñada para un mundo que ya no existe, pero sigue operando bajo los mismos principios. Cada década parece sumar ajustes cosméticos a un modelo que no responde ni a las necesidades del presente ni a las exigencias del futuro. Esta parálisis no es casual: la burocracia prioriza la estabilidad del sistema aunque sea obsoleto e ineficaz sobre la transformación significativa.

Los ministerios de educación, atrapados en una mentalidad burcrática, toman decisiones desde el escritorio, lejos de la realidad de las aulas. Estas medidas, muchas veces bien intencionadas, se traducen en sobrecarga administrativa para los docentes, currículos homogéneos que ignoran las diferencias individuales y métodos de evaluación obsoletos.

La resistencia al cambio proviene de varios frentes:
1. Docentes desprotegidos: Aunque muchos desean innovar, carecen de facilidades institucionales o formación y recursos para hacerlo. Además, enfrentan una carga administrativa que dificulta el trabajo pedagógico.
2. Administradores conformistas: Prefieren la estabilidad antes que el riesgo de implementar cambios profundos.
3. Políticos cortoplacistas: Buscan resultados rápidos y medibles, populistas, ignorando que las reformas significativas requieren tiempo y esfuerzo sostenido.

Como consecuencia, los estudiantes son los principales perjudicados. Quedan atrapados en un sistema que no fomenta su creatividad ni desarrolla habilidades para un mundo cambiante. Se perpetúan las desigualdades, y los egresados carecen de herramientas para enfrentar los desafíos actuales.

Los docentes también sufren: enfrentan un modelo que exige mucho pero ofrece poco en retorno. La frustración y el agotamiento se vuelven comunes, alimentando una crisis vocacional en la profesión docente.

El verdadero cambio debe centrarse en las necesidades de los estudiantes, no en los sistemas. Esto implica diseñar currículos flexibles que permitan personalización y elección, incorporar tecnologías y metodologías activas como herramientas, no como fines, escuchar las voces de los estudiantes, sus familias y los docentes para co-crear soluciones y ampliar los márgenes de autonomía y adaptabilidad de cada colegio a su realidad y posibilidades concretas.

Si los ministerios no lideran el cambio, éste debe surgir desde los colegios y comunidades. La voz activa de padres de familia y maestros demandando cambios debe ser una fuerza permanente en la escena pública intentando impactar en las autoridades y legisladores actuales, y más aún, en los futuros elegidos en el 2026, para sentar las convicciones de la urgencia de tener un nuevo sentido común para una educación a tono con los tiempos.

La educación no debe conformarse con perpetuar la inercia. Exige arriesgarse con valentía, ser autocríticos, escuchar voces expertas e innovadoras y con ello replantear el sistema para colocarlo al servicio de los estudiantes de estos tiempos.

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