Es una escena común en parques y reuniones familiares: padres orgullosos de sus hijos de uno o dos años, fantaseando sobre un colegio que los prepare para la educación superior a la que eventualmente accederían hacia el año 2040. Pero, ¿por qué tantos de estos padres, a menudo perspicaces y visionarios en otros ámbitos, parecen asumir que la universidad a la que eventualmente irán sus hijos será una réplica ampliada de la que conocemos hoy?

La respuesta, me temo, reside en una compleja mezcla de anclaje en el pasado, desconocimiento del presente y una subestimación radical de la velocidad del futuro. Para muchos de estos padres, su propia experiencia universitaria es el molde primario. Recuerdan los enormes campus, las aulas llenas de pupitres, los profesores magistrales y la codiciada toga al final del camino. Es un modelo familiar, que asocian con el éxito y la movilidad social, y es natural proyectar esa imagen hacia el futuro de sus hijos.

Sin embargo, el mundo que sus hijos heredarán en 2040 será radicalmente diferente al de su juventud. La tecnología, impulsada por la inteligencia artificial y la conectividad ubicua, está transformando industrias enteras a una velocidad vertiginosa. ¿Por qué la educación superior sería inmune a esta metamorfosis?

Muchos padres inteligentes son conscientes de los avances tecnológicos en general, pero quizás no han internalizado la magnitud de su impacto potencial en la educación. Subestiman cómo la IA podría personalizar el aprendizaje hasta niveles impensables hoy, adaptando el currículo y el ritmo a las necesidades individuales de cada estudiante de una manera que un aula tradicional jamás podría lograr. Ignoran cómo la realidad virtual y aumentada podrían crear experiencias de aprendizaje inmersivas, llevando a los estudiantes a mundos históricos o laboratorios virtuales con un realismo asombroso. No imaginan el impacto enorme del desarrollo de manualidades y la creación de prototipos que la I.A. no podrá sustituir.

Además, la noción misma de «universidad» como un lugar físico de cuatro o cinco años, culminando en un título genérico, podría estar en profunda revisión. El aprendizaje hacia micro-credenciales enfocados en habilidades específicas y las plataformas de aprendizaje en línea altamente interactivas ya están desafiando el modelo tradicional. Para 2040, es plausible que los empleadores valoren más las habilidades demostrables y la experiencia práctica que un simple diploma. Las universidades gestadas por las propias empresas de high-tech podrían volverse la norma, con programas de aprendizaje mucho más integrados con las demandas del mercado laboral en constante evolución.

Los primeros indicios de esta transformación ya son visibles en los modelos híbridos de aprendizaje que combinan presencialidad flexible con entornos virtuales altamente personalizados. Estudiantes de alto rendimiento, deportistas profesionales, jóvenes emprendedores o incluso aquellos que atraviesan situaciones especiales de salud ya están accediendo a esquemas educativos que rompen con la lógica del horario fijo, la asistencia obligatoria y los cursos uniformes. Para ellos, el tiempo y el espacio del aprendizaje han dejado de ser rígidos. Y ese cambio, por ahora marginal, es un anticipo de una posible disrupción generalizada.

Por otra parte, también está emergiendo una redefinición de qué significa “ser un estudiante universitario”. Ya no se trata únicamente de asistir a clases para adquirir conocimiento, sino de desarrollar competencias para aprender de forma continua, crear redes, colaborar en entornos multiculturales, adaptarse a cambios abruptos y resolver problemas inéditos. Esto plantea una pregunta incómoda pero inevitable: ¿están nuestras universidades —y quienes proyectan a sus hijos hacia ellas— formando a los jóvenes para resolver los desafíos del 2040 o para sobrevivir en el mundo del 2000?

La persistente visión nostálgica de la universidad también puede estar ligada a un enfoque en los hitos tradicionales y al prestigio de las marcas conocidas. La universidad sigue siendo vista como el «siguiente paso natural» después de la escuela secundaria, un rito de paso social y una promesa de futuro. Los padres, comprensiblemente, desean lo mejor para sus hijos y a menudo asocian ese «mejor» con las instituciones que hoy gozan de reputación. Pero, ¿mantendrán esas marcas su valor en un panorama educativo tan transformado? ¿Será la reputación heredada tan relevante como la agilidad y la capacidad de adaptación a las nuevas demandas?

Finalmente, la sobrecarga de información y las prioridades inmediatas de la crianza temprana pueden cegar a estos padres a las señales del cambio. Con pañales que cambiar, rabietas que calmar y el desafío diario de criar niños pequeños, reflexionar profundamente sobre el futuro de la educación dentro de quince años puede parecer una tarea lejana y abstracta.

La inteligencia de estos padres no está en duda. Su error radica quizás en aplicar un marco mental del presente (o del pasado reciente) a un futuro que promete ser radicalmente diferente. Para preparar verdaderamente a sus hijos para el 2040, necesitan mirar más allá de la nostalgia del campus y abrazar la incertidumbre y la promesa de un futuro educativo que apenas estamos comenzando a imaginar. La universidad de sus hijos no será la suya. Y cuanto antes lo comprendan, podrán entender mejor qué educación necesitan sus hijos, en qué instituciones educativas el enfoque en el presente y el cambio continuo es tan significativo,  de modo que estén mejor equipados para guiarlos en el camino que realmente les espera.

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