Durante décadas, ser un buen alumno tuvo una definición clara: sacar buenas notas, obedecer, cumplir con las tareas, respetar las reglas. Era la receta que garantizaba acceso a la universidad, un trabajo estable, un ingreso decoroso, una vida ordenada. Pero ese contrato social se rompió. Los jóvenes lo saben, lo sienten y no se tragan el discurso de que “si te esfuerzas, te irá bien”. Hoy el mérito no garantiza el futuro, y el azar pesa mucho menos que los beneficios heredados. Por eso, ser un buen alumno ya no tiene una respuesta obvia.
El colegio sigue actuando como si el mundo no hubiera cambiado. Evalúa con las mismas métricas de hace cincuenta años y espera que los estudiantes sigan creyendo que los premios vendrán después del sacrificio. Pero ellos viven en un entorno donde los adultos ya no pueden prometerles nada: ni estabilidad, ni justicia, ni siquiera coherencia. Como dice Roberto Lerner en su excelente columna “Sin brújula ni horizontes”, han dejado de esperar. No por pereza, sino porque perciben que el tablero está manipulado de antemano. No ven el mérito como camino, sino como ficción.
Y mientras los adultos se refugian en el lamento de decir que “los jóvenes ya no se esfuerzan”, “no tienen valores”, etc., los jóvenes procesan una lucidez amarga: saben que aprobar exámenes no los protegerá de un sistema laboral precario, ni de un planeta que se deshace, ni de las injusticias que favorecen a los privilegiados, ni de la soledad que las redes amplifican, transformando el éxito en un espejismo ambicionado pero inalcanzable para la mayoría. Saben que ese éxito no se mide por promedios escolares, sino por contactos prometedores. Que la educación ya no ofrece un horizonte, sino un laberinto.
Por eso, quizás ser un buen alumno hoy signifique algo completamente distinto: atreverse a pensar por cuenta propia, saber distinguir entre ruido y verdad, conservar la curiosidad a pesar del desencanto, no rendirse a la indiferencia. Tal vez el buen alumno ya no sea el que “aprueba”, sino el que busca sentido en medio de la incertidumbre. Y quizá uno de los indicadores de éxito sea la capacidad de mantener la esperanza sin necesidad de anestesiarse con antidepresivos o psicoactivos que redibujan la realidad.
La tarea de los adultos no es volver a prometer lo que no podemos cumplir, sino crear experiencias que devuelvan a los jóvenes la sensación de que su acción importa. Escuelas donde puedan probar, equivocarse, construir algo que no se mida por nota sino por impacto. Donde la esperanza no se predique, sino se practique. Donde su esfuerzo valga, genere resultados visibles y se traduzca en vínculos significativos.
Si no lo hacemos, la paradoja será brutal: adolescentes demasiado lúcidos para creer en promesas vacías y adultos demasiado cansados para ofrecerles algo mejor.

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