En tiempos en que la inteligencia artificial promete resolverlo todo desde la pantalla, conviene recordar que existe otra forma de inteligencia: la que se ejercita con las manos, con el cuerpo, con la materia. Esa inteligencia práctica —la que surge del hacer, del probar, del equivocarse y ajustar— no solo construye objetos, sino también pensamiento. Es la inteligencia que da forma a la comprensión, no al revés.

Cuando un niño arma un puente con bloques, cocina una receta o experimenta con un circuito eléctrico, no está “jugando” en un sentido trivial. Está elaborando hipótesis, resolviendo problemas, confrontando la teoría con la realidad. Está pensando con las manos. Esa es la base de lo que en Áleph llamamos aprendizaje “hands on”, donde la acción no es la aplicación de una idea, sino el terreno donde las ideas nacen.

Vivimos inmersos en un mundo textual y digital que privilegia lo verbal y lo abstracto. Los algoritmos procesan lenguaje, pero no entienden texturas, resistencias, errores ni aprendizajes sensoriales. Esa distancia entre el pensar y el hacer amenaza con atrofiar una de las capacidades humanas más profundas: la de transformar el entorno y a uno mismo mediante la experiencia directa.

La inteligencia práctica se cultiva en experiencias que no tienen atajos. Nadie aprende a montar bicicleta leyendo un manual: el equilibrio se conquista en carne propia, en la oscilación entre caída y estabilidad. Quien borda o teje descubre la ética del tiempo lento, la precisión, el error que se deshace para volver a empezar. Quien cocina entiende que el “ya está” no lo dicta una receta, sino la intuición afinada del olfato y el oído. El que construye una maqueta, repara un artefacto o cultiva una planta aprende a pensar con los materiales, a leer los signos del entorno, a descubrir las leyes que se manifiestan solo al tocar. Y cuando alguien toca un instrumento o navega en kayak, comprende que el conocimiento corporal, emocional y ambiental se entrelaza en una sabiduría que ningún algoritmo puede replicar.

Esas experiencias generan un conocimiento no verbalizable, que se aloja en la memoria sensorial, en la coordinación, en la intuición. Enseñan paciencia, atención y adaptabilidad; enseñan a convivir con la incertidumbre sin parálisis. En un mundo donde el aprendizaje parece medirse en “outputs” y “resultados”, estas experiencias recuerdan que comprender algo profundamente exige hacerlo, sentirlo, fallarlo, reconstruirlo.

La inteligencia práctica no se opone a la teórica; la complementa. Es la que sostiene la creatividad, la intuición y la innovación. Einstein no habría llegado a su teoría sin haber jugado con imágenes mentales de trenes y rayos de luz. Los grandes inventores del Renacimiento pensaban mientras construían, no antes.

Formar estudiantes con inteligencia práctica significa cultivar la observación, la paciencia, la adaptabilidad, el sentido del error como fuente de descubrimiento. Significa preparar personas capaces de crear valor en entornos inciertos, donde el saber no basta si no se puede convertir en acción.

En la era de la inteligencia artificial, los colegios tienen una tarea contracorriente: recuperar el valor de la experiencia material, del taller, del laboratorio, del proyecto tangible. Porque es ahí donde los alumnos aprenden a hacer visible lo invisible, a transformar una idea en realidad. Esa es la diferencia entre saber y comprender, entre repetir y crear.

La inteligencia práctica es, al final, una forma de sabiduría encarnada. No se mide con rúbricas ni algoritmos, pero se reconoce en quien puede construir, reparar, imaginar y reinventar. Y quizá, cuando la IA sea capaz de redactar ensayos perfectos, los seres humanos seguiremos siendo únicos en algo que ninguna máquina podrá hacer: dar forma al mundo con nuestras propias manos.

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