Algunas ideas en educación parecen tan disruptivas que asustan. Se sienten como locuras, como si rompieran las reglas sagradas del aula, del horario, de la disciplina o del currículo. Y sin embargo, cuando se las imagina con seriedad —o se las prueba con valentía—, empiezan a tener un extraño sentido. Esta es una colección de iniciativas de directivos escolares que, aunque suenen descabelladas, tal vez no lo sean tanto. Porque a veces, para educar de verdad, hay que atreverse a desobedecer.

1. Dejé que los estudiantes diseñaran su propio plan de estudios.

Al comenzar el ciclo, cada alumno propuso qué quería aprender y qué quería enseñar, sin ninguna restricción temática. Hubo quienes eligieron astronomía, cocina molecular, manga japonés, producción musical, neurociencia o filosofía estoica. Otros ofrecieron talleres de skate, tejido, ajedrez o construcción de apps. Ya no partíamos de un currículo preestablecido, sino de la pasión, la curiosidad y la voz de cada estudiante. Los profesores dejaron de ser guardianes de contenido para convertirse en cómplices del aprendizaje. El aula se volvió un ecosistema de exploradores.
“Mi hijo me dijo por primera vez: ‘el colegio me deja ser quien soy’. No sé qué nota sacará en historia, pero está despierto, entusiasmado, y tiene algo que contar cada día”, dijo una madre visiblemente conmovida.

2. Hice que los profesores enseñaran lo que amaban, no lo que decía el currículo.
Durante un trimestre, cada maestro eligió un tema que le apasionara profundamente, sin importar el curso al que enseñaba. Una profesora de matemáticas habló sobre arquitectura japonesa, un profesor de historia sobre la evolución del jazz, y la de química enseñó a hacer perfumes. Fue el trimestre con más asistencia del año. Los estudiantes decían que las clases les resultaban apasionantes.
“Nunca había visto a mis profes tan emocionados por enseñar. Nos contagiaban las ganas de aprender”, dijo una alumna de 4° de secundaria.

3. Abolí las reglas escritas: las normas las creaban los estudiantes semana a semana.
Suspendimos el reglamento interno y lo reemplazamos por asambleas estudiantiles. Cada lunes, los alumnos discutían qué normas necesitaban para convivir mejor. Si había conflictos, proponían soluciones; si alguien causaba daño, debatían cómo repararlo. Al inicio fue caótico, pero hoy los estudiantes defienden con firmeza las reglas que ellos mismos construyen.
“Antes rompía las reglas sin pensar. Ahora me molesta cuando alguien no respeta lo que todos acordamos”, dijo un alumno de 3°.

4. Eliminé las paredes del colegio: las clases se daban donde el aprendizaje sucedía.
Durante un mes, suspendimos el uso de aulas. Los alumnos aprendían en parques, bibliotecas públicas, talleres artesanales del barrio, campos deportivos y mercados. Un día estudiamos biología en el jardín botánico, otro día matemáticas en el mercado, y otro, literatura en un café leyendo a poetas locales. Al principio hubo temor, pero ahora los vecinos nos preguntan cuándo llegaremos a sus negocios. La ciudad se volvió nuestra escuela.
“Mi hijo volvió feliz contando que ahora sabe calcular el IGV gracias a una verdulería”, dijo una madre entre risas.

5. Hice que los padres volvieran a ser alumnos.
Durante una semana, los padres tuvieron que asistir al colegio con uniforme, sentarse en las aulas y hacer tareas. No era un juego ni una burla: era una experiencia para vivir la rutina escolar desde adentro. El impacto fue enorme.
“Ahora entiendo por qué mi hija llega cansada, y por qué a veces no quiere hablar de lo que pasó en clase. Es más duro de lo que pensaba”, confesó un padre al terminar la semana.

6. Puse en pausa las notas para evaluar la curiosidad.
Durante un semestre, suspendimos las calificaciones numéricas. En su lugar, cada profesor debía registrar semanalmente qué pregunta nueva había hecho cada alumno. La curiosidad se convirtió en nuestro indicador de aprendizaje. Las reuniones de evaluación fueron profundas, emotivas.
“Nunca me había sentido tan libre para preguntar lo que realmente me interesa”, comentó un alumno de 2° de secundaria.

7. Reemplacé los exámenes finales por una exposición abierta al público.
Nada de hojas, preguntas de opción múltiple ni silencios tensos. Los estudiantes presentaban lo aprendido a través de maquetas, performances, charlas estilo TED o ferias temáticas. Invitamos a padres, vecinos y exalumnos.
“Hoy entendí por qué mi hija ama esta escuela. Nunca la vi tan segura explicando algo frente a tanta gente”, dijo un padre conmovido.

Lo que hoy parece una locura, una anécdota fuera de guion, podría ser —si se la piensa con coraje y se la sostiene con inteligencia— la cabeza de playa de otra manera de entender la vida escolar. Una escuela donde aprender no sea una excepción inspiradora, sino una experiencia diaria que tenga sentido, humanidad y dirección. Tal vez esas “locuras” no sean el final de la educación como la conocemos, sino el inicio de la que necesitamos.

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