La educación tradicional nos ha preparado durante siglos para un mundo predecible, donde se asumía que estudiar y seguir ciertas reglas garantizaba estabilidad y éxito. Pero ese mundo ya no existe. Hoy, la incertidumbre es la norma. Las crisis económicas aparecen de un día para otro, la inteligencia artificial redefine el trabajo, las guerras estallan sin previo aviso y la delincuencia golpea incluso en zonas antes consideradas seguras. ¿Tiene sentido seguir educando a los jóvenes como si vivieran en una realidad que ya desapareció? Si la educación debe prepararlos para la vida, quizás lo primero que habría que enseñarles es a sobrevivir.

Sobrevivir no es solo aprender técnicas de primeros auxilios o defensa personal, aunque podrían formar parte del currículo. Se trata de desarrollar una mentalidad resiliente y adaptable, que permita a los jóvenes enfrentar el caos sin paralizarse.
En lugar de enseñar solo contenidos rígidos y programados, la escuela debería incluir el entrenamiento en manejo de crisis, la capacidad de tomar decisiones bajo presión, la habilidad de distinguir información veraz de la desinformación, y el desarrollo de una actitud flexible para reinventarse cuando el entorno cambie radicalmente.

Hasta ahora, el sistema educativo ha funcionado bajo la premisa de que formar buenos ciudadanos y profesionales significa enseñarles conocimientos estables y habilidades específicas para el trabajo. Pero, en un mundo donde los empleos desaparecen con la automatización, las economías se desploman en cuestión de meses, las pandemias paralizan naciones enteras y la violencia puede irrumpir en cualquier momento, la única habilidad realmente esencial es saber adaptarse.

La vida no ofrece garantías. Lo que hoy parece seguro, mañana puede no existir. La estabilidad laboral es un mito, las pensiones son inciertas, las reglas del juego cambian constantemente. Por eso, la educación no puede seguir actuando como si todo estuviera bajo control. Debemos empezar a educar para la incertidumbre, porque la certeza ya no es parte del contrato social. Prepararse para lo inesperado no es pesimismo, es realismo. Tal vez la gran pregunta no es si «sobrevivir» debería ser una estrategia, sino por qué la escuela aún no ha asumido que esta debería ser su función principal.

Los ministerios de educación, por su propia naturaleza burocrática, son defensores de lo estable, aunque esta estabilidad sea una mera ilusión. Su tendencia es proteger estructuras tradicionales, aun cuando la realidad demuestra que son insuficientes.

Por eso, la verdadera transformación educativa no vendrá de arriba, sino de los propios colegios. Son ellos los que deben reorganizar su quehacer pedagógico para ofrecer a los estudiantes herramientas reales para un mundo impredecible. Mientras la educación oficial siga atrapada en su inercia, serán los colegios los que deberán asumir el reto de formar jóvenes no solo para aprobar exámenes, sino para sobrevivir en la vida.

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