Mientras escuchaba la noticia de Reuters en Minsk de que el líder bielorruso, Alexander Lukashenko, fue preguntado en una conferencia de prensa sobre cómo podrían ser libres y justas las elecciones para su séptima reelección consecutiva desde 1994, dado que todas las principales figuras de la oposición están en prisión o han huido del país, el veterano líder respondió: “Algunos eligieron la prisión, otros eligieron el ‘exilio’, como usted dice. No hemos expulsado a nadie del país”. No era de extrañar su retórica, ya que, observando el mapa, se observa que Alexander Lukashenko escogió ser el omnipotente Putin de la anexada de facto Bielorrusia a Rusia (suerte que correría Ucrania según los planes de Putin).

Esta frase en mi mente produjo una asociación con la educación hacia la democracia de miles de colegios en el mundo. Paradójicamente, muchos de estos colegios adoptan también un discurso orientado a la educación para la democracia, pero en la práctica actúan de modo similar a las dictaduras en relación con los alumnos que no se ciñen a los mandatos de sus profesores. “Eligen las sanciones o su propia marginación” parece ser el mensaje implícito.

En una educación escolar hacia la democracia, se fomenta el diálogo y la participación activa de los estudiantes como agentes críticos de su entorno. Sin embargo, en demasiados casos, las aulas se convierten en microcosmos de dictaduras donde el poder se concentra en el docente y las normas no se discuten. Esto deja a los estudiantes dos opciones: adaptarse al sistema reprimiendo sus pensamientos originales y opiniones o enfrentarse a las consecuencias de ser “indisciplinados”.

El ejemplo bielorruso, aunque extremo, invita a reflexionar sobre las prácticas que perpetuamos en las instituciones educativas. Si bien no se puede comparar un régimen político con una estructura pedagógica, el paralelismo en las respuestas autoritarias es inquietante. ¿Cómo podemos enseñar sobre democracia, justicia y equidad si los espacios donde los alumnos se forman no las practican?

Es momento de que los colegios adopten un enfoque que promueva una verdadera cultura democrática. Esto implica escuchar a los estudiantes, incorporar su voz en la toma de decisiones y permitirles cuestionar las reglas cuando estas parecen injustas. Solo así formaremos ciudadanos que no acepten las frases de Lukashenko como una normalidad, sino que las desafíen con convicción.

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