El sistema educativo parece atrapado en una contradicción insalvable. Por un lado, se propone que los estudiantes sean creativos, innovadores y capaces de pensar fuera de la caja. Los planes de estudio anuncian el estímulo al pensamiento crítico, la resolución de problemas y la autonomía. Sin embargo, en la normatividad específica y la acción práctica, se premia la conformidad, se penaliza la divergencia y se evalúa el aprendizaje con métodos que dejan poco espacio para la originalidad.

Esta es la esquizofrenia escolar: un discurso que ensalza la innovación mientras se aplican métodos que la sofocan y se imponen estructuras rígidas que no permiten desviaciones del currículo oficial. Se pide a los estudiantes que piensen por sí mismos, pero se les evalúa con exámenes estandarizados que premian la uniformidad y castigan la divergencia. Se promueve el trabajo en equipo, pero se fomenta la competencia individual. Se valoran las habilidades blandas, como la comunicación y la colaboración, pero se priorizan los contenidos académicos tradicionales. Se reconoce la diversidad de estilos de aprendizaje, pero se imparte una enseñanza homogénea que ignora las necesidades individuales. Se habla de co-construcción del aprendizaje con los alumnos y formar ciudadanos autónomos, pero se les somete a un sistema jerárquico donde la voz del estudiante rara vez es escuchada y que en los hechos cotidianos evidencia que el sistema sigue centrado en la autoridad del docente.

El problema no radica en la falta de creatividad de los estudiantes, sino en un modelo educativo que los entrena para no serlo. Desde edades tempranas, se les enseña que hay una única respuesta correcta, que el error es sinónimo de fracaso y que las reglas deben seguirse sin cuestionamiento. No es casualidad que los niños pequeños formulen preguntas sin miedo, mientras que los adolescentes, tras años de escolarización, limiten su participación a lo que creen que el docente quiere escuchar.

Si realmente se busca fomentar la creatividad y la autonomía, es necesario reformular los métodos de enseñanza y evaluación, permitir que los estudiantes exploren el conocimiento desde diferentes perspectivas y lenguajes, y aceptar que el aprendizaje no es un proceso lineal ni uniforme.

Nos dicen que ya hay suficientes diagnósticos y que es hora de la acción, pero cada diagnóstico refleja un imaginario educativo y su aplicación depende del coraje del Minedu para hacer reformas y no de la voluntad de la comunidad. Se insiste en que la educación debe cambiar, pero no se toman decisiones estructurales que realmente permitan una transformación del aprendizaje.

El cambio de enfoque no cuesta dinero, cuesta coraje para admitir que el sistema actual no da para más. Urge reformular la forma en que se pretende obtener los resultados prometidos, porque insistir en las mismas estrategias solo perpetuará un modelo que ahoga la creatividad en lugar de cultivarla. De lo contrario, el sistema educativo seguirá atrapado en una contradicción insostenible: demandar innovación y originalidad, mientras se castiga cualquier intento de salirse del molde preestablecido. En ese molde, el pensamiento libre y creativo no sobrevive.

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