En los colegios se suele valorar el aprendizaje del alumno por la capacidad de contestar bien las preguntas del profesor o examen. Pero en la vida real, las personas curiosas que piensan sobre un tema no son las contestan sobre algo ya tratado en una sesión, sino las que saben preguntar. Porque una buena pregunta abre caminos, despierta la curiosidad y transforma al estudiante en protagonista de su aprendizaje.

Imaginemos algunos ejemplos. En una clase de historia, no basta con contestar “¿Quién ganó la Segunda Guerra Mundial?”. Un alumno curioso podría preguntar “¿Qué habría pasado si los aliados no hubiesen intervenido en Normandía?”. O en otro tema “¿Cómo habría sido distinto el Perú si San Martín, y no Bolívar, hubiera consolidado la independencia?”.

En una clase de ciencias, más valioso que contestar la pregunta “¿Cuánto es el punto de ebullición del agua?” es que el alumno se le ocurra preguntar (y explorar) “¿Por qué hierve más rápido el agua en las alturas de Cusco que en Lima?”. En matemáticas, en vez de contestar “¿Cuánto es 12 por 8?” que es algo mecánico, el alumno curioso que piensa podría preguntar “Si multiplicar es sumar varias veces, ¿qué situaciones de la vida diaria funcionan igual que una multiplicación?”.

Las implicancias que tiene esto para la vida ciudadana son tremendas. En el ámbito empresarial, no basta con aceptar lo que dicen los informes de marketing o los voceros oficiales de una compañía. La verdadera comprensión surge de preguntas incisivas: “¿Qué problema concreto resuelve este producto para el cliente?”, “¿Qué costos u omisiones no están diciendo los anuncios?” o “¿Qué pasaría si comparo esta oferta con la de la competencia en el largo plazo?”. Estas preguntas permiten ver más allá del eslogan publicitario y distinguir entre la apariencia y el valor real.

Lo mismo ocurre en la vida política y ciudadana. Escuchar a una autoridad que repite promesas vacías puede ser suficiente para quien se conforma con respuestas fáciles. Pero el ciudadano que pregunta “¿De dónde saldrá el presupuesto para esa obra?”, “¿Qué experiencia previa respalda esta propuesta?” o “¿Quiénes se beneficiarán realmente de esta decisión?” está ejercitando un pensamiento crítico que lo protege de la manipulación y lo convierte en un actor activo de la democracia.

Dicho esto, lo valioso no está en que el profesor de la respuesta, sino que el propio alumno busque la respuesta. Este autoaprendizaje está en la médula del pensamiento creativo en las áreas científicas y sociales.

El aula deja de ser un espacio de obediencia para convertirse en un laboratorio de ideas cuando todos —profesores y estudiantes— se animan a preguntar. Más aun, si el profesor los anima a hacer preguntas complejas relacionadas con el tema tratado y cuya respuesta no es evidente.

Al final, educar no es entrenar para contestar. Educar es dar permiso y confianza para que cada alumno formule las preguntas que lo conectan con el mundo y consigo mismo.

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