En el discurso del 15 de marzo del 2022 el presidente Pedro Castillo anuncio que remitirá al congreso el proyecto de ley de ingreso libre a las universidades públicas, reiterando una promesa de campaña que aún no se ha materializado. También la bancada de Perú Libre ha elaborado su propia versión para la propuesta.

Ahora se ha usado ese ingreso libre aún no definido en sus características como una compensación a la reducción de beca 18 que tiene otros objetivos y que deben considerarse con cuidado. Eso trae a colación nuevamente el tema del ingreso libre a las universidades que muchos consideran inviable pero que en mi opinión es sumamente viable y además traslada la responsabilidad de evaluar el potencial de un ingresante a las propias universidades, en vez de convertir al colegio en una antesala a la universidad o academia de preparación de postulantes para ponerles un numerito promedio al final que les sirva a las universidades para decidir su admisión. Es decir, el colegio como “service” colador determinístico y estigmatizador al servicio de las universidades.

En nuestro país polarizado casi cualquier iniciativa del gobierno arranca con la descalificación opositora y esta no ha sido la excepción, pero los argumentos en contra no parecen muy sólidos, si entendemos que ese examen de admisión no tiene valor predictor alguno respecto al desempeño universitario y profesional futuro del ingresante. Basta ver la infinidad de ingresantes que desaprueban cursos y ciclos desde el inicio. Tampoco asume la pérdida que significa ser incapaz de admitir a tantos postulantes que sí están calificados para el mundo universitario pero no calzan con el entrenamiento para saber responder a ese tipo de exámenes de admisión.

¿Por qué no abrir el ingreso a las universidades sin examen y que sea la universidad en el primer ciclo semipresencial la que se ocupe de determinar quiénes son competentes para continuar con los estudios superiores en esa universidad? Así se eliminarían las discriminadoras PREs y academias y especialmente los retrógrados exámenes de ingreso, terminando con el condicionamiento a los colegios para que entrenen a sus alumnos en función del ingreso universitario, que es lo que los aparta de su rol educador de adolescentes. Respetaría la identidad de la secundaria sin convertirla en un mero filtro al servicio de la educación superior. De este modo, una vez admitidos, cada universidad contextualizaría la evaluación de los estudiantes en función de lo que considera relevante para que continúen en su seno con los estudios superiores.

Pienso que valdría la pena aquilatar la propuesta no en función de quién la propone sino en relación a la independencia de los niveles de educación secundaria y superior que respeten la razón de ser de cada uno de ellos, sin convertir a una en la sirviente o dependiente de la otra. Y de una vez por todas, sacarse de la cabeza la idea de que sacar buenas notas en el colegio, especialmente si es muy tradicional, es sinónimo de talento o predictor de un futuro buen desempeño universitario y profesional.

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