Muchos nidos y colegios utilizan la estrategia de “tiempo fuera” para retirar o apartar al niño que perturba una clase durante un tiempo para que reflexione sobre su conducta inapropiada y procure enmendarse. Aunque se aplique con amabilidad, tiene la connotación de un castigo que pretende que el alumno entienda que sus actos tienen consecuencias.

En ocasiones puede resultar de utilidad para modificar conductas, porque inhibe un comportamiento indeseado pero en ciertas situaciones puede generar diferentes perjuicios en la persona a quien se le aplica. Además, el problema es que trabaja únicamente a nivel conductual, por lo que pueden pasar desapercibidos los aspectos que motivan esa conducta inapropiada que se reprime pero no se reconstruye. El niño aprende a evitar el castigo, pero sin modificar las motivaciones. Además, el castigado puede sentirse incomprendido, por lo que se bloqueará la comunicación a los demás de los factores que motivaron la conducta indeseada. Se suma a ello el sufrimiento debido a la retirada de atención, lo que golpea su autoestima y la confianza en el entorno. Puede generar resentimiento contra quien aplica el castigo.

En términos de salud mental las personas con problemas de conducta, más que castigos y exclusiones sin saber las razones, requieren ser acogidas para sentirse menos mal. El aislamiento no les permite encontrarse con su lado sano que es el que permite la adaptación.

Como de costumbre en educación, las estrategias como estas deben aplicarse en función de los objetivos y los contextos para ser eficaces, y no convertirlas en reglas ciegas de aplicación universal

Hago esta introducción para comentar una columna del NYT “Los adolescentes abogan por los días fuera de la escuela para la salud mental” (23/08/2021) que aparentemente tiene muchos beneficios pero que a su vez puede enmascarar los problemas que tienen que ser resueltos.

Se trata de estudiantes que agobiados, estresados, angustiados, por la enorme presión de trabajo escolar que produce crisis de salud mental y hasta suicidios, tienen en algunos estados de EE.UU. la posibilidad de no asistir al colegio declarando que requieren un día de salud mental.

Solo en los últimos dos años, Arizona , Colorado , Connecticut , Illinois , Maine , Nevada , Oregon y Virginia han aprobado proyectos de ley que permiten a los niños ausentarse de la escuela por razones de salud mental o conductual, y en marzo reciente, Utah decidió que una «excusa válida» para la ausencia de un estudiante ahora incluirá «salud mental o conductual» ampliando una definición anterior que se refería a la enfermedad mental.

El problema es que no es lo mismo tomarse unos minutos o un día libre para aliviar un estado mental afectado, que tomarse ese tiempo para descomprimirse, divertirse, cuando uno termina un proyecto agotador, como los colegios que están experimentando con «salas de bienestar «, donde los estudiantes pueden descomprimirse durante 10 minutos si se sienten abrumados.

El “día libre para la salud mental” puede tener el efecto de enmascarar y postergar el abordaje inmediato de un problema psicológico serio de un estudiante que tiene esa crisis de ansiedad, que puede derivarse de evitar las cosas desafiantes, sentirse heridos o avergonzados. Si un joven está deprimido y tiene insomnio por lo que le cuesta levantarse o no tiene interés en las actividades normales, darle el día libre no resuelve sus problemas ni sus eventuales trastornos de la salud mental

En suma, el gran reto del acompañamiento socioemocional de los alumnos está en identificar las causas de sus conductas inapropiadas, inusuales o desadaptadas, más que opacarlas reprimiéndolas bajo el manto de un castigo que las reprima por el temor a las consecuencias. En el corto plazo, frenamos la perturbación. Pero el costo es profundizar los problemas del estudiante que no los resuelve sometiéndose a un castigo, que más adelante, le resultará irrelevante, por la propia lógica de la pérdida de importancia a lo que le pase a su vida.

Fuente: The decline in the mental health of children and adolescents has led to new laws allowing kids to attend to their own self-care. NYT By Christina Caron Aug. 23, 2021

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OLGA CARMONA 9 NOV 2016 elpais.com (España)

Aislar e ignorar física y afectivamente al niño sólo logran que obedezca por miedo

Una madre encadena a una farola a su hija de ocho años por faltar a clase, era el titular de la noticia publicada en este medio hace unos días. Estoy convencida de que la mayoría de los padres y madres que la leyeron pensaron que era una barbaridad. Sin embargo, y conviniendo con todos en que efectivamente lo es, yo quiero hoy hablar de otras formas de maltrato infantil cotidianas, normalizadas, asumidas por la mayoría de los que educan y que llamamos eufemísticamente castigo.

La forma en que castigamos a nuestros niños ha evolucionado en los últimos años, en los que el castigo físico es cada vez menor y peor visto, porque además es ilegal. Sin embargo, han aparecido formas aparentemente más benignas, como la famosa y generalizada “silla o rincón de pensar”. Este engendro gestado y parido por el conductismo más mohoso y maquillado no es otra cosa que el famoso tiempo fuera (time out) disfrazado de moraleja reflexiva. De todos los que somos padres o educadores es sabida la capacidad de reflexión que tiene un niño de tres o cuatro años sobre un suceso o una conducta inadecuada. Hagan el experimento y pregunten a un niño qué ha estado pensando después de estar un rato sentado en la silla de “pensar” y sin riesgo a equivocarme la mayoría le dirá que solo a que pasara el tiempo y le dejaran continuar su vida.

Eso, en el mejor de los casos, porque la silla de pensar es la silla del resentimiento y la confusión. Es una técnica punitiva, se trata de una expulsión o aislamiento del niño sin dotarle de ningún tipo de herramienta para que aprenda a gestionar el conflicto. Un niño no sabe pensar si no es guiado y acompañado con un adulto y desde luego, nadie puede pensar inundado de ira o de frustración. Aislar e ignorar física y afectivamente a un niño no educa. Por el contrario, contenerle, ayudarle a calmarse (respiración, frasco de la calma, un cojín preferido, un abrazo si se deja, unas cuantas carreras…), para después guiarle hacia una reflexión sobre lo ocurrido y tratar conjuntamente de encontrar una mejor manera de hacer las cosas, sí educa. Porque no se trata solo de decirle lo que no es correcto, sino de mostrarle caminos alternativos al mal comportamiento. Incluso pueden utilizarse recursos como teatralizar la situación con las nuevas estrategias para que “ensaye” su puesta en marcha, o darle al botón imaginario del retroceso para tener la oportunidad de esta vez, hacerlo bien. Ellos necesitan saber cómo y es nuestra responsabilidad ayudarles. No expulsarles.

Nos han entrenado durante generaciones para pensar que el castigo, adecuadamente suministrado, es educativo. Y no lo hemos cuestionado. Desde la ciencia conductista que experimenta con perros y ratas de laboratorio, nos dijeron que el castigo modifica la conducta. Y es verdad. Al menos, en el caso de las ratas y los perros. La cuestión es que modificar la conducta no es educar, es adiestrar. Es hacer que el otro haga lo que es presuntamente correcto por miedo y por sumisión porque estoy ejerciendo una acción punitiva sobre él.

Hemos normalizado grandes dosis de violencia contra los niños en nombre de su educación, en el peligroso “por su bien”. Forma parte de la cotidianidad de los hogares la amenaza, la violencia verbal, el silencio, el chantaje, la sumisión. Hablo de una sociedad que entiende la educación y la crianza de forma vertical donde yo adulto, tengo la prerrogativa de administrar la dosis de respeto y dignidad hacia ti que por ser menor y/o saber menos que yo, estás por debajo. Hablo de una sociedad profundamente adultocentrista y violenta en su forma de vincularse y ejercer el poder. Hablo de miles de generaciones que han transmitido todo esto como la sangre que nos corre por las venas sin cuestionamiento alguno, porque cuestionar eso era cuestionar a quien lo ejerció sobre nosotros.

Las consecuencias del castigo

Pero además de que el castigo, en cualquiera de sus variantes, atenta contra la dignidad de quien lo recibe, intoxica el vínculo padre-hijo, produce resentimiento, anula el criterio, genera indefensión, conductas evitativas, y violencia, fragiliza una autoestima en construcción, genera ansiedad y miedo, y perpetúa el modelo anacrónico, simplista e ineficaz de educación, que ya no defenderían ni los conductistas más radicales. Se trata de un modelo aprendizaje que corresponde al siglo pasado y experimentado inicialmente con animales, para generalizarlo después al comportamiento humano. El castigo modifica la conducta, es efectista y nos encanta porque crea el espejismo de que hemos sido capaces de corregir aquello que el niño ha hecho mal, víctimas de la inmediatez de todo lo que hoy nos ocupa. Educar es una carrera de fondo, que consiste básicamente en sembrar la motivación intrínseca en el propio niño para hacer lo que ha de hacerse. Con los castigos no se interioriza el aprendizaje a largo plazo, los niños solo obedecen por miedo y se dejan fuera las variables emocionales y cognitivas, que son básicamente el barro del que estamos hechos.

Se trata de construir cimientos sólidos desde dentro, no convertir a nuestros hijos en marionetas manejadas por la aprobación o desaprobación del entorno, siendo capaces de estimular el criterio propio y el sentido de la dignidad. Se trata de romper un círculo vicioso transmitido por generaciones donde hemos creído que para educar es necesario violentar, coartar, rescindir, amenazar, mientras que simultáneamente les ahorramos por sobreprotección la posibilidad de experimentar las consecuencias del error, construyendo sin querer una sociedad individualista, poco empática que nunca se pregunta el porqué de una mala conducta y solo tiende a eliminarla. Si educamos en el resentimiento obtendremos adultos con deseos de venganza que la ejercerán en cuanto se les brinde el poder para ello: como padres, como jefes, como vecinos, como individuos en definitiva que se relacionan con ese oscuro lugar.

La pregunta obvia entonces es que si no disponemos de esta herramienta tan socorrida para combatir el mal comportamiento, ¿cómo lo hacemos? Yo abogo por un modelo educativo basado en la prevención y en la comunicación emocional. Un modelo donde, por supuesto, hay límites razonados y donde no evito que el niño sienta las consecuencias naturales de un mal comportamiento. Son estas las que nos servirán de vehículo para la reflexión, acompañada y el aprendizaje a través de la experiencia, único aprendizaje verdadero que conduce al crecimiento sano y a la madurez. Un modelo que pone más luz en lo que se hace bien que en el error, un modelo donde dicho error es un recurso genuino y valioso para el aprendizaje, no algo a combatir.