UNA MIRADA RETROSPECTIVA DE MI CAMINO COMO EDUCADOR (Por León Trahtemberg)
El fin del año tiene un valor simbólico como oportunidad para hacer una pausa para hacer un balance sobre el pasado y las proyecciones para el futuro, lo que me motivó en esta oportunidad a hacerlo con respecto a mi propia carrera como educador. Ocurre que aun estando sano, estar rodeado de amigos y familiares enfermos y fallecidos lleva a pensar en la finitud de la vida humana, que a veces se extingue sin aviso. También lleva a pensar en las facetas de la vida que uno ha ido dejando atrás y las que aún desea alcanzar.
En mis entrevistas, conferencias y posts diarios en Facebook y mi blog procuro explicar mi pensamiento educativo en función de los temas que interesan en el momento y tienen significación para el futuro, para que se sumen al abanico de opiniones diversas que hay sobre cada tema. Pero en momentos como estos de inicio de un nuevo año pienso que quizá también puede ser interesante una mirada retrospectiva más transgeneracional, que es la que en esta columna me gustaría compartir.
Hay varias cosas que fui aprendiendo con el paso de los años que afortunadamente pude ir replanteando para las sucesivas etapas de mi carrera de educador, y que responden a quienes me confrontan diciendo «pero antes decías que…».
La primera generación de alumnos que tuve bajo mi liderazgo educativo, aproximadamente entre los años 1984 y 1995, estuvo muy marcada por mi tendencia hacia la excelencia educativa de los alumnos en términos de logros académicos (STEM). Creía en la exigencia académica tradicional, con mucho trabajo orientado a cumplir los programas, tareas, tomar exámenes para evaluar lo aprendido, privilegiar las matemáticas y las ciencias, hacer competir y jerarquizar a los alumnos en orden de mérito en función de sus promedios de notas, premiar a los sobresalientes y desaprobar a los que no lograban buenos resultados, ser estricto al sancionar a los “indisciplinados”… etc. Eso permitió seguir acumulando el reconocimiento del colegio “León Pinelo” como uno cuyos egresados ingresaban a cualquier universidad exigente sin mayor problema. El costo fue alto para los alumnos que tenían problemas de aprendizaje o dificultades sociales y de conducta por razones emocionales o TDAH, o los que se aburrían por falta de retos alineados con su inteligencia, que se sintieron incomprendidos, estresados, excluidos. Algunos me lo han sacado en cara con dolor alguna vez ya como adultos y tengo que aceptar que exisitió ese desencuentro.
Paulatinamente, conforme se iba armando un fenomenal equipo de colegas lúcidos, psicólogos, mi amigo psicoanalista Dr. Marcos Gheiler (Z”L), mi esposa Anat, y analizando las vivencias escolares de mis hijos Daniel, Uriel y Talia y los de mis amigos cercanos, unido a la inspiración de mis suegros y educadores Eliahu y Dunia Kehati, sumado a mis viajes y lecturas, fui dándome cuenta que había un abismo entre “ser buen alumno”, portarse bien, sacar buenas notas, ser postulante exitoso para el ingreso universitario, y ser “buena persona”, que cultiva su personalidad e intelecto, valores, responsabilidad social y sentido de comunidad (ciudadanía), lo que muchas veces lleva a algunas “buenas personas” a parecer rebeldes, confrontadoras, displicentes o trasgresoras. Claro que a veces ambos coinciden –alumno con buenas notas que es buen ciudadano- pero no necesariamente es así, y hay suficientes contraejemplos como para sostener que no hay una correlación automática entre uno y otro. Si había que escoger, prefería inclinarme a «ser buena persona» lo que marcó mi siguiente etapa entre 1996 y 2008, hasta que concluí mis servicios en el «León Pinelo».
En esa etapa se hizo más notoria la presencia de las dimensiones sicológicas y sociales en el trabajo con los alumnos y las familias, se apuntaló el trabajo artístico y deportivo, se dio más peso a las humanidades, se incorporó la discusión de la actualidad nacional y mundial al cotidiano curricular, se abrieron opciones de cursos electivos para que los alumnos escojan las áreas a profundizar en función de sus intereses, se armaron grupos multi-edades para diversos cursos y actividades, se crearon actividades de voluntariado, se eliminaron la mayor parte de las tareas y la rigidez de la evaluación -se permitía usar libros, cuadernos y fórmulas para dar los exámenes evitando la memorización-, con diversas oportunidades adicionales para los desaprobados-; se redujo la competencia entre los alumnos y la enorme selectividad de los premios -abriendo el abanico para premiar a todos los alumnos distinguidos en las diversas áreas del quehacer escolar-.
Sin embargo, quedó como objetivo no resuelto optimizar la dimensión social en las relaciones interpersonales; no logramos revertir satisfactoriamente la tendencia de algunos padres y alumnos a la discriminación por razones económicas y a la exclusión de los “diferentes” por razones religiosas, étnicas o su forma de expresar su sexualidad, y tampoco tuvimos suficiente éxtio al lidiar con el bullying. Algunos resentidos me lo han sacado en cara alguna vez ya como adultos, y nuevamente tengo que aceptar que ese dolor tenía sentido.
Terminando mi ciclo en el «León Pinelo», en mis consultorías y conferencias ponía sobre la mesa estos retos pendientes, invitando a mis colegas a pensar en ellos, abordarlos y pensar juntos en las fórmulas más eficaces. También publiqué un libro “Los errores de los cuales aprendí” (SM, 2010) que pretendí fuera un aporte para quienes quisieran sacar algún provecho de mis experiencias en la dirección escolar.
Con el paso de los años siguientes fui descubriendo que todas estas innovaciones y propuestas de cambio en los enfoques educativos estaban en la buena dirección -pensando en las demandas del siglo XXI para nuestros alumnos y egresados-, pero que aún faltaba algo: lograr que los egresados sean más corajudos, comprometidos con el prójimo y luchadores por el bienestar común. Es decir, más militantes para interesarse y actuar sobre los problemas de la comunidad y el medio ambiente, más solidarios para compartir su bienestar con quienes lo necesitaran, más alertas y más desenvueltos para denunciar y luchar contra la ostentación, discriminación, violencia, apatía y la corrupción. En suma, mejores ciudadanos (que es una deficiencia notable en general en la sociedad peruana), sin desconocer que siempre podremos citar ejemplos de egresados que son ciudadanos notables, lo que no minimiza que haya allí aún mucho por hacer. Todo ello además me llevó a publicar un nuevo libro ««Desaprender y Reaprender: reflexiones sobre la función directiva» (SM 2014), intentando sistematizar todos estos aprendizajes y retos.
Por eso es que al coparticipar de la creación del Colegio Áleph (2013), llevé conmigo esta misión de crear un espacio educativo en el que además de gestar una generación de estudiantes autónomos, creativos, innovadores, éticos, ciudadanos plenos y socialmente competentes, éstos disfruten de su experiencia escolar, tengan la formación y habilidades para ser productivos y solidarios en escenarios impredecibles. Ser buscadores y solucionadores de problemas, contribuyentes al bienestar de su comunidad, constructores y participantes de la vida democrática, motivados para hacer juntos un mundo mejor. Afortunadamente me encontré con dos copromotoras brillantes que venían de la exitosa experiencia de La Casa Amarilla que desde sus propias experiencias tenían pretensiones convergentes (Fiorella De Ferrari y Marisol Bellatín), y gracias a su gran inteligencia, creatividad y pasión educativa logramos armar un equipazo con educadores peruanos del más alto nivel que está convirtiendo en realidad ese sueño educativo llamado Áleph, así como nuestra expectativa de convertirlo en un referente mundial para los interesados en la educación innovadora de calidad. En ello está jugando un rol central mi copromotora Fiorella De Ferrari que paulatinamente se va convirtiendo en la líder de su generación por la brilantez de sus aportes educativos y su capacidad innovadora.
Sin duda hay otros colegios que tienen propuestas inspiradas en convicciones y valores similares que ensayan otras metodologías y aproximaciones pedagógicas, que inclusive podrían parecer opuestas a las nuestras. Lo bueno de la educación privada es que da la oportunidad a los diversos públicos a escoger la propuesta que calce mejor con sus propias convicciones. Ojalá llegue el día que también se permita a la educación estatal optar por propuestas diversas que emerjan del criterio educativo de padres, profesores y alumnos de cada comunidad educativa. Apuntalar esa opción también es parte de mi misión como educador peruano, que trato de reflejar en mis diversas apariciones en público.
Esta es mi retrospectiva como educador al 31 de diciembre del 2017. Si ella motiva a la reflexión educativa de alguno de los lectores, habrá valido la pena escribirla.
Feliz año 2018
Dedicado a mi amiga Fanny Vexelman. Deseo que el año venidero 2018 nos asombre con novedades que nos hagan muy felices.
En FB: https://www.facebook.com/leon.trahtemberg/posts/1611359032297959?pnref=story
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